sábado, 15 de noviembre de 2008
Un poco de historia: El último Cacique Charrúa
Sepé siempre andaba semidesnudo, fuese invierno o verano. A diferencia de los otros indios que en ese aspecto se estaban cristianizando cada vez más, odiaba la ropa de blanco.
De estatura mediana –apenas sobrepasaba un metro setenta- de piernas cortas y carnudas, algo chueco, tenía una apariencia medio simiesca, sobretodo por la longitud de los brazos, que casi le llegaban al primer tercio de los muslos. Ancho de hombros y de pecho saltado, apenas tenía cuello, por lo que también tenía algo de toro.
Su habitual semidesnudez dejaba a la luz del día una innumerable cantidad de lanzazos, sobretodo una cicatriz que tenía por encima del ombligo y que, cuando reía, parecía acompañarle la carcajada; y había otras, que eran muchas más, que denunciaban la punta de un facón o la zarpa de algún bicho deslizándose en rectas paralelas u oblicuas a lo largo de los brazos, del tronco o de las piernas.
Fue recién entonces, en enero de 1860, que tomé muy tardío conocimiento de la costumbre de la autolaceración: ante toda muerte de un ser querido, los hombres se tajeaban con sus cuchillos, se atravesaban piernas o brazos con maderas punzantes y las mujeres se cortaban una falange de sus dedos.
Salvo se célebre grito de guerra, hablaba con voz muy baja. Si estaba lejos de su interlocutor prefería caminar hacia él que subir el tono de voz. Este comportamiento era constatable en todos los charrúas; del mismo modo, si se les hablaba fuerte, se ofendían y se hacían los desentendidos o se retiraban.
Sepé no pasaba por alto las ofensas. Todo aquel que fuera indiferente a algún pedido suyo o se extralimitase en las burlas, era para siempre ignorado por el indio, que desde entonces fingía no verlo ni oírlo.
Está muy extendida la creencia que los charrúas eran tristes y taciturnos, sobre todo en Montevideo, que sólo los recibió cautivos hace medio siglo atrás.
Sepé, en particular, era pícaro y dicharachero. Con todos los poros de su ser abiertos a los grandes y pequeños gozos de la vida, era un indio borracho, glotón y amante de todo ejercicio físico. Recolectaba miel silvestre de los camoatíes, la mezclaba con yuyos, brotes y agua y la dejaba fermentar. El producto era un licor fuerte y dulzón.
(De “Bernabé, Bernabé” de Tomás de Mattos)
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