miércoles, 6 de junio de 2012
Para Pensar: Manos que oran
Durante el siglo XV, en una pequeña aldea cercana a Nuremberg, vivía una familia con 18 niños. Para poder poner pan en la mesa para tal prole, el padre, y jefe de la familia, trabajaba casi 18 horas diarias en las minas de oro y en cualquier otra cosa que se presentara. A pesar de las condiciones tan pobres en que vivían, dos de los hijos de Albrecht Durer tenían un sueño. Ambos querían desarrollar su talento para el arte, pero bien sabían que su padre jamás podría enviarlos a estudiar a la Academia.
Después de muchas noches de conversaciones calladas entre los dos, llegaron a un acuerdo. Lanzarían al aire una moneda, el perdedor trabajaría en las minas para pagar los estudios del que ganara. Al terminar sus estudios, el ganador pagaría entonces los estudios al que quedara en casa, con las ventas de sus obras, o como fuera necesario. Lanzaron al aire la moneda un domingo al salir de la Iglesia. Albretch Durer gano y se fue a estudiar a Nuremberg. Albert comenzó entonces el peligroso trabajo en las minas, donde permaneció por los próximos cuatro años para sufragar los estudios de su hermano, que desde el primer momento fue toda una sensación en la Academia.
Los grabados de Albretch, sus tallados y sus oleos llegaron a ser mucho mejores que los de muchos de sus profesores, y para el momento de su graduación, ya había comenzado a ganar considerables sumas de dinero con las ventas de sus obras. Cuando el joven artista regresó a su aldea, la familia Durer se reunió para una cena festiva en su honor. Al finalizar la memorable velada, Albretch se puso de pie en su lugar de honor en la mesa y propuso un brindis por su hermano querido, que tanto había sacrificado para hacer sus estudios una realidad. Sus palabras finales fueron: “Y ahora, Albert hermano mío, es tu turno. Ahora puedes ir tú a Nuremberg a perseguir tú sueño, que yo me haré cargo de ti”.
Todos los ojos se volvieron llenos de expectativa hacia el rincón de la mesa que ocupaba Albert, quien tenía el rostro empapado en lágrimas y movía de lado a lado la cabeza mientras murmuraba una y otra vez: “No, no, no...”.
Finalmente, Albert se puso de pie y secó sus lágrimas. Miró por un momento a cada uno de aquellos seres queridos y se dirigió a su hermano, y poniendo su mano en la mejilla de aquel le dijo suavemente: “No, hermano, no puedo ir a Nuremberg. Es muy tarde para mí. Mira lo que cuatro años de trabajo en las minas han hecho a mis manos. Cada hueso de mis manos se ha roto al menos una vez, y últimamente la artritis en mi mano derecha ha avanzado tanto que hasta me costó trabajo levantar la copa durante el brindis... mucho menos trabajar con delicadas líneas, el compás o el pergamino y no podría manejar la pluma ni el pincel. No, hermano... para mi ya es tarde”.
Más de 450 años han pasado desde ese día. Hoy en día los grabados, oleos, acuarelas, tallas y demás obras de Albretch Durer pueden ser vistas en museos alrededor del mundo. Pero seguramente usted, como la mayoría de las personas, sólo recuerde uno. Lo que es más, seguramente hasta tenga uno en su oficina o en su casa. Un día, para rendir homenaje al sacrificio de su hermano Albert, Albretch Durer dibujó las manos maltratadas de su hermano, con las palmas unidad y los dedos apuntando al cielo. Llamó a esta poderosa obra simplemente “Manos”, pero el mundo entero abrió de inmediato su corazón a su obra de arte y se le cambió el nombre a la obra por el de “Manos que oran”. La próxima vez que vea una copia de esa creación, mírela bien. Permita que sirva de recordatorio, si es que lo necesita, de que nadie, nunca, ¡triunfa solo!
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