lunes, 23 de enero de 2012

Un testimonio real de que la Reencarnación existe:



“Vi un puntito de luz en la distancia. La masa negra que me rodeaba empezó a adquirir la forma de un túnel, yo lo atravesaba a una velocidad aún mayor y me precipitaba hacia la luz. Me sentía instintivamente atraída hacia ella. Al acercarme percibí en su centro la figura de un hombre de pie que irradiaba luz a su alrededor. A menor distancia la luz se hizo más brillante, con un brillo más allá de toda descripción, más brillante que el Sol y supe que los ojos terrenales en su estado natural no podían contemplar aquella luz sin ser destruidos. Sólo los ojos espirituales eran capaces de soportarla y de apreciarla. Vi que la luz en su contorno inmediato era dorada, como si su cuerpo entero tuviera un halo de oro a su alrededor, y podía discernir que el halo dorado destellaba un todas direcciones y se abría en una magnífica y resplandeciente blancura que se extendía a bastante distancia. Sentí que la luz se fundía literalmente con la mía y que mi luz era atraída por la suya. Con la fusión de nuestras refulgencias me sentí como si me hubiera unido a su ser y experimenté una suprema explosión de amor.
Era el amor más incondicional que sentido nunca y al verlo abrir los brazos para recibirme, me fui a Él y recibí su gran abrazo y repetí una y otra vez: “Estoy en casa, estoy en casa, finalmente ya estoy en casa”. Sentí su espíritu infinito y supe que siempre había formado parte de Él, que en realidad nunca me había alejado de Él. Y supe que era merecedora de su presencia, de su abrazo. Sabía que Él conocía todas mis faltas y mis pecados, pero que en aquel momento no tenía importancia. Él solo quería abrazarme y compartir su amor conmigo, y yo quería compartir mi amor con Él.
No cabía duda de quien era. Sabía que Él era mi salvador, mi amigo, mi Dios. Él era Jesucristo, que siempre me había amado incluso cuando yo pensaba que me odiaba. Él era la misma vida, el mismísimo amor, y su amor me llenaba de alegría hasta desbordarme. Sabía que le conocía desde el principio, desde mucho antes de mi vida terrenal, porque mi espíritu le recordaba.
Toda mi vida. Le había temido y ahora veía “sabía” que Él era el mejor de todos mis amigos. Dulcemente abrió sus brazos y me dejó dar un paso atrás, lo suficiente para que le mirara a los ojos y me dijo: “Tu mente ha sido prematura; todavía no ha llegado tu hora”. Nunca palabras pronunciadas me habían penetrado más que aquéllas. Ahora a través de sus palabras, percibí una misión un propósito, no sabia lo que era, pero si que mi vida en la Tierra no había carecido de sentido”.
Libro de consulta “He Visto La Luz” de Betty J. Eadie.

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