lunes, 19 de agosto de 2019

El Proyecto Maya.

Los Mayas y el Calendario Mágico:
Los Mayas fueron una de las más brillantes y poderosas culturas conocidas de Mesoamérica.
Dominaban un lenguaje escrito, eran hábiles arquitectos, arriesgados comerciantes y talentosos artistas. No constituían un estado unificado, sino que se organizaban en varias ciudades-estado independientes entre sí que controlaban un territorio más o menos amplio. Tampoco hablaban una única lengua. Los grupos mayas se asentaron en un territorio continuo de casi 400,000 km2, que abarca los actuales estados mexicanos de Yucatán, Campeche, Quintana Roo y partes de Tabasco y Chiapas, así como los países centroamericanos de Guatemala y Belize, y porciones occidentales de Honduras y El Salvador. Sobrevivieron seis veces más tiempo que el Imperio Romano, y construyeron más ciudades que los antiguos egipcios.

Los mayas eran pacíficos y vivían organizados por tribus en ciudades y pueblos que se confederaban sin un soberano común que ejerciera el poder. La tierra era propiedad común, distribuida por el cacique de la tribu. El arte maya, cuya cronología aún se discute, ofrece en todas las regiones donde se encontraban monumentales edificios de piedra, imponentes pirámides, templos y palacios recubiertos de elaborados relieves, pinturas murales, esculturas y ricas cerámicas.
Habrían aparecido en escena, según sus propias cronologías, en el año 3113 antes de Cristo, constituyéndose en una de las más avanzadas culturas de mesoamérica y el mundo. Sin embargo, todo el legado histórico sobre el pensamiento maya, es casi nulo, ya que además de su obra arquitectónica y algunas narraciones, directamente de ello sólo poseemos tres de los cientos de códices que quemó Diego de Landa, evangelizador español.

Como hemos dicho anteriormente toda la información de la que disponemos acerca de los mayas es gracias a cuatro “có­dices” o libros en corteza de árbol (papel de amate) que lo­graron sobrevivir a la destrucción de los perseguidores de ido­latrías en el siglo XVI. Uno de los pocos libros que sobrevivió es el llamado “Códice de los Eclipses” (que se encuentra e n la ciudad alemana de Dresde), donde están profetizados estos eventos astronómicos hasta el siglo XXI con una precisión im­presionante. En este códice se anunciaba, entre otros, el eclip­se del 11 de Julio de 1991, simbolizado por un trono de hue­sos humanos, que podrían señalar el momento del descalabro del poder imperante (¿quizá la crisis del Partido Revoluciona­rio Institucional (PRI)?), enmarcándolo dentro de un suceso muy importante, el regreso a la Tierra de los extraterrestres, por cuanto la profecía decía:

"Ay, de la Tierra... el final de los guerreros jaguar,
el inicio de la Nueva Era, resurgirá de las cenizas... la vida y la muerte..., la Nueva Era,
donde regresaran los Señores de las Estrellas."

Interpretación: El 11 de Julio de 1991 sobre la ciudad de México, una de las más pobladas del mundo, apareció un ovni justo cuando la gente se encontraba observando un eclipse que había sido muy anunciado. El avistamiento empezó a las 13.18 horas y termi­nó a las 13.31, por lo que duró trece minutos, y en todo mo­mento jugó con esa clave numérica. Y recordemos que el nu­mero trece era sagrado para los mayas, porque significaba las trece lunaciones del calendario lunar o calendario de la fertili­dad. A partir de ese día se inició la oleada ovni más impresio­nante que se haya registrado sobre país alguno; una oleada que continua con intensidad.
Otro de los eclipses que estaba anunciado era el que tenía que acontecer el día 11 de agosto de 1999, según nuestro ca­lendario, y que vendría acompañado de una profecía que decía que con dicho eclipse la humanidad entraría en el llamado “Salón de los Espejos”, donde debíamos aprender a observar­nos a nosotros mismos tal como somos para entender la nece­sidad de un cambio y emprenderlo. Se anunciaba el tiempo del “Cahuac” o la tormenta del final de los tiempos, que seria un período muy violento de redimensionamiento que conduci­ría a una gran transformación de todo cuanto nos rodea, por cuanto la Tierra entraría en una cuarta dimensión. También los mayas señalaron que esta seria la Era de la Madre, duran­te la cual se activarían los aspectos femeninos que deben ser equilibrados en la humanidad, esto es, nuestra relación con el planeta (la Madre Tierra) y con ello lo que significa en pro­fundidad lo femenino: el amor, la vida, la abnegación, la fide­lidad, la intuición y la sensibilidad. O aprendemos a convivir con la naturaleza en armonía, o la naturaleza se purificara de nuestra presencia haciéndonos desaparecer.
Según los mayas, cada cambio de ciclo, nuestro sol (Kinich Ahau) se conectaba con el sol galáctico (Hunab Ku) a través de un rayo sincronizador a manera de latido cósmico (que es emanado hacia toda la galaxia). Este rayo sincronizador o energía extraordinaria habría empezado a llegar con fuerza en­tre el 11 de julio de 1991 y 1992, marcando los últimos vein­te años del ciclo (un katun) y haciéndonos entrar en el “tiem­po del no tiempo”.
Como hemos dicho, los mayas lanzaron una serie de pro­fecías que tomaban como punto de partida el eclipse de agos­to de 1999, cuando quedarían trece años para realizar los cambos de actitud de la humanidad e integrarnos con el pla­neta. El numero trece señala la muerte como transformación, por lo que tendremos que estar dispuestos a afrontar una muerte mística para un renacimiento también espiritual; esto evitaría la muerte colectiva física (extinción de la humanidad)
Según estas profecías, con el inicio de la Era de la Madre y de la mujer, la humanidad encontraría cada vez mas esperanza, nos acercaríamos al final de los miedos, y tendríamos la posi­bilidad de trascender o de terminar con el mundo. La cuenta atrás terminaría el día 22 de diciembre del año 2012, según nuestro calendario, cuando tendría que producirse el “Giro del Tiempo”, que supondría la conexión de nuestro tiempo con el Real Tiempo del Universo. Esto tendría que ocurrir como con­secuencia de una toma de conciencia que nos elevaría vibracionalmente, entrando en sintonía y en armonía con el plane­ta y su cambio dimensional.

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