lunes, 8 de julio de 2019

Patmos, la isla del Apocalipsis

Sobra decir que desde entonces se convirtió en lugar sagrado de la cristiandad, en centro de reflexión, en el entorno ideal para la búsqueda esotérica y el paisaje adecuado para los vuelos espirituales más sugerentes. La historia sagrada de la isla permanece viva todavía hoy, haciéndose patente a través de las numerosas y extrañas iglesias, esparcidas en medio de una naturaleza tranquila a veces, ruda y austera otras. Sólo entre Chora, Skala y Kampos se contabilizan 365 pequeñas iglesias. Los devotos de la isla pueden escoger como marco para sus plegarías y para compartir pedazos de pan una iglesia diferente cada día del año. Ésta es una de las dos caras que ofrece Patmos, profundamente religiosa, la cara mística y sobrecogedora del Apocalipsis. La otra es la de sus gentes tranquilas, amables con el visitante que se acerca para disfrutar del pintoresco paisaje de una tierra en forma de ocho bañada por aguas cristalinas. Este trocito de tierra, emergido de las profundidades del Egeo, quedó anclado en plena ruta marítima que conducía de Éfeso a Roma.

Pese a la importancia estratégica de ese enclave, Patmos no fue para los romanos otra cosa que un lugar de confinamiento, un punto para el destierro. Y corría el año 95 de nuestra era cuando Juan, discípulo predilecto de Jesús, desempeñaba su labor evangelizadora en Éfeso. No eran buenos tiempos para este tipo de menesteres, y el destino quiso que Domitiano, emperador de Roma, lanzara una campaña contra judíos y cristianos. Juan fue detenido y exiliado en Patmos junto a su fiel discípulo Procoro. Acerca de este acontecimiento Juan nos cuenta: “En la paciencia y la esperanza por Jesucristo, he llegado exiliado a la isla, que se llama Patmos, para predicar la palabra de Dios…”. Lejos, muy lejos quedaban aquellos tiempos en que pescaba en el lago de Tiberia junto a su hermano Jacobo, la época en que se dejó seducir por el misterioso carisma y elocuencia de otro Juan, el Bautista, que ya por entonces gastaba sandalia anunciando los designios del cielo. De la mano del que muchos creyeron ver la reencarnación de Elías, Juan conocería al que fuera su maestro, aquél al que ya no abandonó jamás, al que siguió por donde quiera que éste fuera brindándole una lealtad a prueba de caducidades. Le acompañó en los momentos más significativos, más gloriosos pero también más duros del preconcebido destino de Jesús, ese hombre que para muchos hizo posible que la ilusión del Reino de los Cielos siga viva. Y así fue como el hijo de Zebedeo y Salomé, en su nueva condición de exiliado, continuó la misión que Jesús le había encargado: partir hacia las diversas partes del mundo a propagar su doctrina.

Tal fue el propósito de su periplo por Palestina, Samaría y Éfeso. Juan inició a muchos idólatras, llevándoles al Dios de Moisés, y convirtiéndoles a la fe cristiana, apartándoles para siempre del mago Cenoupa, su rival en Patmos que hizo cuanto pudo para entorpecer la misión evangelizadora. Hombre a prueba de persecuciones, de cárceles y tempestades de todo tipo –no en vano era llamado “hijo del Trueno”–, fundó la iglesia de Patmos y tuvo “la revelación” de los acontecimientos que sobrevendrían a la humanidad hasta la parusia, el retorno de Cristo resucitado y glorioso inscrito en un aura de majestuosidad para juzgar a los vivos y a los muertos. El Apocalipsis, libro profético en el que las osamentas resecas son anuncio del renacimiento a la vida eterna, en sus páginas aparece en sueños una estatua compuesta por cuatro materiales diferentes decrecientes en valor, simbolizando cuatro reinos que van sucumbiendo uno tras otro, y fortuitamente la estatua es derrumbada por una piedra desprendida de una montaña. Al final un quinto reino que no conocerá fin suplantará a todos.

Precisamente, la cueva escenario del sueño profético de Juan ha convertido a la isla de Patmos en uno de los centros de peregrinación más importantes de la cristiandad. Miles de almas navegantes se acercan para entrar en el vientre de esa roca y sentir la misma penumbra que una vez fue desgarrada por la luz intensa de la visión apocalíptica de Juan. En su techo aún hoy se puede apreciar la triple hendidura por donde asegura la tradición, Juan escuchó la voz de Dios un día de domingo. En palabras del propio testigo sucedió así: “Allí llegué a experimentar una excitación espiritual el día del domingo y a mis espaldas escuché una gran voz, como de trompeta, diciéndome: ‘;escribe en un libro todo lo que veas y mándalo a las siete iglesias, que están en Éfeso y Esmirna y en Pérgamo y en Thiatira y en Sardeis y en Filadelfia y en Laodicia”.
La cueva de la revelación conserva fresca la huella de la estancia del apóstol. Podemos ver la roca donde Juan sostenía su cabeza y otra donde se apoyaba para levantarse, y junto a ambas una especie de pupitre natural en el que se dice que el autor del cuarto Evangelio dictó el Apocalipsis a Procoro, quien de forma diligente se apresuró a dejar constancia escrita de la visión de su maestro, contribuyendo a cumplir la voluntad del gran arquitecto del universo.

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