miércoles, 7 de agosto de 2013

PARA PENSAR:


Hace treinta años, en Londres, un señor que fue marino durante la
segunda guerra mundial, me contó esta anécdota:

En el puerto, un gusano trepó al barco y tejió su capullo. Nadie lo
notó. Zarparon. Los días, en el desierto oceánico, se sucedían
aburridos y grises, hilados por un monocorde olor salino. De pronto,
en la infinita desolación, apareció una mariposa, agitando sus
aterciopeladas alas entre los implacables cañones. Todos cesaron sus
labores para vitorear al insecto. Pero las expresiones de alegría,
poco a poco se fueron transformando en un silencio triste. Se habían
dado cuenta que el animalillo estaba condenado a morir por falta de
alimento. El revoloteo no era una danza eufórica sino desesperados
aletazos de hambre. El cocinero corrió a la despensa para volver con
un montón de azúcar. Otro aportó un trébol seco. Alguno hizo una flor
con miga de pan. La mariposa, pegada a la lona de un bote salvavidas,
como si posarse ahí expresara el deseo de todos los soldados por
volver a sus hogares, agonizó lentamente. Cuando murió, la envolvieron
en una pequeña bandera de seda y al son de una trompeta militar, le
rindieron honores póstumos. Un marino, con la garganta apretada por el
dolor, pronunció el sermón: “Ya sabemos que morir es nuestro destino,
que nada de lo que hay en la Creación dejará de perecer, mas no nos
entristece la muerte de esta mariposa, sino el hecho de que nunca
conoció una flor.

La muerte debe ser algo extraordinario, como es la vida. Para comprender la muerte tenemos que comprender la totalidad de la vida, no tomar sólo un fragmento de ella y vivir con ese fragmento, como lo hace la mayoría de nosotros. En la comprensión de la vida está la comprensión de la muerte, porque ambas no están separadas. - Krishnamurti

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