lunes, 24 de julio de 2023

Somos hijos de las estrellas (3ªparte)

 

 

 


 

EL METEORITO SAGRADO DE EGIPTO  

También las Cuevas de Lobera, a escasos dos kilómetros de la localidad de Castellar, así como el oppidum de Puente Tablas, en Jaén, merecen entrar por méritos propios en la lista de santuarios ancestrales que son fecundados por el sol. De las tres cavidades que componen el oratorio de la Lobera, la Caverna del Ídolo, con más de 30 metros cuadrados, pudo haber sido el templete principal de los oretanos, un pueblo prerromano asentado sobre todo en las proximidades de la antigua localidad de Cástulo, muy cerca de Linares, cuyas ruinas todavía se pueden visitar y además son una delicia. El tabernáculo habría estado dedicado al principio ancestral femenino y a la fertilidad. En su interior se han encontrado gran cantidad de figurillas y exvotos, así como los restos de lo que pudo haber sido una mesa de sacrificios. Como viene siendo habitual, tanto aquí como en el asentamiento íbero de Puente Tablas, durante los equinoccios de primavera y de otoño, los primeros rayos del sol pasaban por la entrada, iluminando la otrora efigie de la Diosa que se habría erguido al final del oscuro y lóbrego enclave para colmarlo de la luz celestial que lo llenara de vida.     

La cultura Nuraga, autóctona de la isla de Cerdeña, dejaría también como legado para la posteridad sus fabulosas construcciones megalíticas, las cuales adoptaron el nombre del pueblo que las erigió. De las más de siete mil Nuragas que todavía se conservan, la de Is-Paras es la más descarada en su representación del milagro de la concepción cósmica. No obstante, tal vez una de las civilizaciones más increíbles y misteriosas de nuestra historia sea la que se desarrolló en torno a la cuenca del Nilo. La iconografía egipcia pudo haber utilizado los obeliscos –pilares monolíticos de cuatro caras con forma troncopiramidal– para representar los rayos del dios Ra cayendo a la tierra. Según pude consultar con algunos reputados egiptólogos, de los obeliscos no se sabe ni su significado, ni cuándo fueron erigidos por primera vez. Muchos consideran que los templos solares de la V Dinastía pudieron ser sus precursores.

 

Desde la IV dinastía ya se venía fraguando un cambio en la mentalidad de la población egipcia. El faraón dejó de considerarse una reencarnación del dios Ra para empezar a verse más bien como uno de sus descendientes. Los templos, en este sentido, empezarán a erigirse al aire libre para dar culto al Sol, articulándose en torno a un gran pilar monolítico de cuatro caras rematado por un piramidión, llamado Benben, que consistía en una pieza pétrea recubierta de oro –o de algún material noble–, donde se suponía que Ra debía posarse en su descenso. 

Lo más probable es que el piramidión original fuese en realidad un meteorito caído cerca de Heliópolis durante el periodo dinástico temprano, allá por el año 3.100 a. C., o incluso antes. En algunos lugares, como en el templo tebano de Jonsu, el piramidión era considerado como una gota de semen del dios Amón, la cual, cayendo en el océano primigenio –Nun–, se solidificó, dando forma así a la colina de Guiza, el lugar donde a partir de ese momento residiría la esencia de Dios, es decir, la vida, y donde el faraón Keops levantaría su gran Pirámide sobre los restos hoy desaparecidos del que posiblemente fuera el templo más antiguo de Egipto junto a la Esfinge. Una pirámide que, curiosamente, también posee una cámara de resurrección en su interior.

 

Para la cosmogonía egipcia, el cielo era una especie de mar por donde navegaba la semilla del espíritu creador, cuya primera manifestación en nuestro planeta habría surgido a partir de esa gota de esperma sagrado que se derramó en la tierra, lo que no deja de ser una poética definición de la teoría de la panspermia. Contrariamente a los santuarios posteriores, los templos solares de la IV Dinastía –sobre todo Abusir y Abu Gurab– carecían de estatua alguna de la divinidad. El pilar central tenía un doble sentido. Además de representar el descenso del Sol a la Tierra, también simbolizaba la elevación de la Tierra hacia el Sol; de ahí el uso del piramidión al final del bloque, el cual vendría a constituir la ya mencionada colina primordial de la que supuestamente surgió la vida. 

Con todo, no podemos negar que la forma del obelisco también nos recuerda a la clásica imagen invertida de una estrella fugaz cayendo a la tierra, lo que maridaría a la perfección con la veneración a ese extraño Benben de Heliópolis que se desplomó del cielo para fecundar la Tierra y que vuelve a remitirnos a la explicación panspérmica del origen de la vida en nuestro planeta. (continuará)

Añocero

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