Autómatas y artefactos
Al lado de estos descubrimientos
más o menos conocidos y reconocidos en los manuales de historia, se
encuentran otros no tan “oficiales” y mucho más polémicos. Son
inventos y avances tecnológicos que no siempre se han difundido lo
suficiente y muchos de ellos todavía están revestidos de un cierto
halo de leyenda maldita que nos impide profundizar en todos sus
entresijos. Uno de ellos son los autómatas, y la cosa ya empieza
antes de la Edad Media…
En la Alejandría del siglo I de
nuestra era contaron con un genio de la mecánica llamado Herón que
hacía auténticas maravillas si le dejaban a mano unos cuantos
tornillos y engranajes. La lista de sus creaciones es enorme: una
grúa, máquinas para bombear agua o ventosas mecánicas; inventó
una especie de cuentakilómetros que registraba la distancia
recorrida por un vehículo –un sistema que anticipa los actuales
taxímetros–, puertas que se abrían y cerraban solas a distancia
sin intervención humana, una máquina de vapor a la que llamó
eolipila, un órgano hidráulico, autómatas de todas clases como sus
pájaros cantores –que bebían y aleteaban en una fuente–,
trompetas, sifones y máquinas que operaban con monedas…
La
cultura árabe heredó y difundió los conocimientos griegos,
utilizándolos no sólo para realizar mecanismos destinados a la
diversión, sino dándoles una aplicación práctica,
introduciéndolos en la vida cotidiana de la realeza. En el siglo
XIII, Al-Djazari apareció como el heredero de todos ellos con la
publicación de su Libro del conocimiento de los procedimientos
mecánicos. Uno de sus ingenios era una fuente de distribución de
agua. De este siglo son otros autómatas, siempre asociados a las
mentes más preclaras del momento, de los que hasta nuestros días
sólo han llegado referencias no suficientemente documentadas, como
el caso del “hombre de hierro” de Alberto Magno o la cabeza
parlante de Roger Bacon. En Europa las primeras noticias sobre el
motor de movimiento perpetuo están relacionadas con una de las
personas más destacadas del siglo XIII: el arquitecto e ingeniero
francés Villard d’Honnecourt, que en el año 1235 escribió un
libro con bocetos de dispositivos mecánicos, como un ángel
autómata. Otro ejemplo relevante de la época fue el Gallo de
Estrasburgo, que funcionó desde 1352 hasta 1789. Éste es el
autómata más antiguo que se conserva en la actualidad y en su día
formó parte del reloj de la catedral de la citada ciudad. Al dar las
horas movía el pico y las alas. Toda una sensación para los ojos
medievales, aunque de menor grado que ver por la calle un férreo
autómata paseando o preguntar a una cabeza de acero cuestiones
vitales para el devenir de un ser humano. En un clima de
intransigencia hubo hombres que desafiaron los edictos papales
creando en sus laboratorios máquinas “diabólicas” desde el
punto de vista eclesiástico, como los citados autómatas. Con este
nombre se designa a las máquinas que imitaban la figura y los
movimientos de un ser animado, que podía ser un hombre o un animal y
que gozaron de gran éxito en el siglo XVIII.
Como se
puede deducir, los autómatas construidos en la Edad Media y el
Renacimiento solamente servían para entretener a propios y extraños;
no tenían una aplicación práctica en ningún área científica.
Las máquinas funcionaban generalmente por medio de movimientos
ascendentes de aire o agua caliente. Éste es uno de los apartados
más fascinantes por cuanto, si bien existen multitud de escritos que
hacen referencia a la creación de autómatas por la mano del hombre
con anterioridad, durante la época medieval se guarda un silencio
sospechoso sobre la fabricación de estos artilugios, como si no
hubieran existido nunca. Es verdad que ninguno ha llegado hasta
nuestros días, ni siquiera un triste manual de construcción de
robots…
Pero las pistas de las que disponemos son muchas.
Teóricamente no existía la tecnología necesaria para hacer
autómatas sofisticados y sin embargo… los hubo. No necesitaban
cables, ni tornillos, ni electricidad. Entre otros, es conocido el
asombroso “león mecánico” construido por Leonardo da Vinci
(1452-1519) para el rey Francisco I de Francia el día de su
coronación en la corte de Fontainebleau. El león se abría el pecho
con su garra y mostraba el escudo de armas del rey ante el aplauso
entusiasta de todos los presentes.
Libros prohibidos y
bibliocaustos
Muchos de esos conocimientos mecánicos
quedaron reflejados para la posteridad en raros manuscritos que,
gracias a la deliberada intervención humana, no han llegado hasta
nuestros días. Es una constante. Siempre ha habido libros que han
sido considerados peligrosos y, por consiguiente, susceptibles de ser
perseguidos y destruidos. Pero donde alcanzaron sus niveles más
altos en la historia mundial fue durante la época de la Inquisición
y la edición de su famoso Index Librorum Prohibitorum del Vaticano,
que se iba renovando cada año. En 1557, un siglo después del
invento de los tipos móviles que posibilitó la publicación masiva
de textos, o sea, la imprenta, la Iglesia católica confeccionó su
primera lista de obras y autores prohibidos.
En un momento
dado, el Index contenía 550 páginas con listas de cinco mil libros
prohibidos, todos ellos “con las mejores intenciones”. Algunos de
estos correspondían a los grimorios o tratados que recogen fórmulas
mágicas de lo más diversas o nos dicen cómo ponernos en contacto
con los espíritus del más allá. Uno de los grimorios más antiguos
es el Heptameron, atribuido a Pedro de Abano (1259-1316), fecha
bastante temprana considerando que la mayor parte de estos trabajos
fueron publicados en el siglo XVIII. Solamente el Picatrix (1007) y
el Libro Jurado de Honorio (1250) le preceden en antigüedad, siendo
auténticamente medievales. Los que utilizaban estos libros, sobre
todo entre los siglos XVI al XVIII, creían en dos cosas muy
diferentes: en la posibilidad de hacer intervenir a los espíritus
angélicos y demoníacos en los asuntos humanos –con o sin pacto–,
y en la posibilidad de curar las enfermedades mediante medicamentos y
recetas que, vistos con los ojos de nuestra época, no son más que
“polvos de la madre Celestina”.
Antes del Index hubo
otras purgas más expeditivas o “bibliocaustos”. Me refiero al de
la Biblioteca de Alejandría con sus 700.000 volúmenes y sus
valiosos objetos tecnológicos. Dicen que el golpe final vino de la
mano de los árabes en plena Edad Media. Corría el año 646, cuando
el comandante Amir ibn al-Ass, terminada la conquista de Egipto,
envió una carta al fanático califa Omar I, refiriéndole sus
hallazgos en la exótica Alejandría. El cronista árabe Ibn al-Kifti
indica que Omar, príncipe de la fe, respondió a Amir con
pragmatismo: “Si los libros contienen la misma doctrina del Corán,
no sirven para nada porque se repiten; si los libros no están de
acuerdo con la doctrina del Corán, no tiene caso conservarlos”.
El
califa hacía gala de una funesta consigna: “No hacen falta otros
libros que no sean El Libro”. Abd al-Latif, cronista prudente,
resumió las consecuencias de este consejo: “La Biblioteca de
Alejandría fue incendiada y totalmente destruida…”. Hasta los
cimientos. El cronista señala que algunos textos eran obras de
Hesíodo, Platón o Gorgias, en la actualidad imposibles de
encontrar. Cuando se apagó el incendio de la biblioteca alejandrina,
Ibn-el-As ordenó recoger los libros que no hubieran ardido y
distribuirlos por los baños públicos para que sirvieran como
combustible durante seis meses: éste fue el broche de oro para tanta
barbarie. No fue la única. Para nuestra historia de la infamia ahí
tenemos la quema de la biblioteca de Constantinopla –120.000
manuscritos– o la de Córdoba, con 400.000 volúmenes. Con este
triste panorama, el futuro cultural de Europa no fue muy halagüeño
y hoy día aún estamos pagando las consecuencias.
(Año cero)
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