viernes, 15 de abril de 2016

LOS EVANGELIOS APOCRIFOS

Pablo de Tarso no perteneció al círculo inicial de los doce apóstoles de Jesús de Nazaret, pero sus escritos constituyen la base de la mayor parte de la fe cristiana. Para él, lo verdaderamente importante en la vida de Jesús fue su muerte y resurrección. Sin embargo, algunos seguidores de Pablo, como los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan, le enmendaron la plana: consideraban que la vida de Cristo también tenía importancia, y por ello compusieron sus evangelios. Pero con el paso del tiempo estas «vidas de Jesús» se quedaron muy cortas en detalles para los lectores, ávidos de saber más sobre el Mesías.
Los autores de los evangelios apócrifos intentaron llenar con sus historias los huecos que dejaban los cuatro evangelios aceptados por la Iglesia. Por ello abundan en datos sobre la vida oculta de Jesús y transmiten detalles de sucesos recogidos por los evangelistas. Por ejemplo, es en los apócrifos donde se dice que los Magos de Oriente eran reyes y se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar.

La historia de la Verónica:
Algo parecido sucede con la Verónica, la mujer que enjugó con un lienzo el rostro de Cristo mientras caminaba hacia la cruz. Su historia y su nombre sólo aparecen en el evangelio de Lucas: «Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!».  
Pero este pasaje supo a poco a la piedad cristiana, que lo transformó en la historia siguiente, recogida en el apócrifo Muerte de Pablo:  «Cuando mi Señor se iba por ahí predicando, y yo carecía de su presencia muy a pesar mío, quise que me pintaran su imagen, para que, mientras me veía privada de su presencia, me diese al menos consuelo su figura. Y cuando llevaba el lienzo al pintor para que me la pintara, mi Señor me salió al paso y me preguntó a dónde iba. Cuando le expliqué la causa de mi marcha, me pidió el lienzo y me lo devolvió señalado con la imagen de su venerable faz. Por consiguiente, si alguien mira con devoción su aspecto, obtendrá el beneficio de su curación». De hecho, «Verónica» es un vocablo grecolatino: vero icono, que significa «verdadera  imagen» de Jesús.

La crucifixión:
En el episodio de la crucifixión de Jesús, los apócrifos también rellenan las lagunas de los evangelios canónicos. Según estos últimos, a la izquierda y a la derecha de Jesús fueron crucificados dos bandoleros, que es como los romanos llamaban a los sediciosos que se oponían a su poder. El Evangelio de Nicodemo nos proporciona los nombres de estos bandidos. Allí se refiere que el prefecto romano Poncio Pilato, tras oír que los judíos desean la muerte de Jesús, decreta su muerte:  «Tu raza te ha rechazado como rey. Por eso, he decidido que en primer lugar seas azotado según la costumbre de los reyes piadosos, y luego seas colgado en la cruz en el jardín donde fuiste apresado; y que los dos malhechores Dimas y Gestas sean crucificados juntamente contigo».
Uno de los episodios que más llaman la atención en la pasión de Jesús sólo aparece en el Evangelio de Juan: la lanzada de un soldado romano al costado de Jesús para hacer que su muerte acaeciera de manera segura. En este texto, el soldado es un personaje anónimo, pero el Evangelio de Nicodemo y una presunta Carta de Pilato a Herodes Antipas nos revelan su nombre, Longino, y su cargo, centurión.

Jesús en los infiernos:
Entre la muerte y resurrección de Jesús hay un oscuro episodio, que no aparece en los evangelios, pero sí en un par de breves alusiones de un escrito canónico, la Primera epístola de Pedro (3,19; 4,6): el descenso de Jesús a los infiernos. Este hecho se desarrolla en la segunda parte de un apócrifo, el Evangelio de Nicodemo. Unos cuantos sacerdotes, un levita y un doctor de la Ley cuentan cómo en el retorno de Galilea –donde habían sido testigos de la ascensión de Jesús hasta Jerusalén– les salió al encuentro una gran muchedumbre de hombres vestidos de blanco, que resultaron ser los resucitados con Jesús. Entre ellos reconocieron a dos que se llamaban Leucio y Carino, que les contaron los maravillosos acontecimientos tras la muerte del Maestro, entre ellos su visita a los infiernos.
El comienzo de la narración suena así: «Estábamos nosotros en el infierno en compañía de todos los que habían muerto desde el principio. Y a la medianoche amaneció en aquellas oscuridades como la luz del sol, y con su brillo fuimos todos iluminados y pudimos vernos unos a otros. Y al punto nuestro padre Abraham, los patriarcas y los profetas y todos a una se llenaron de regocijo y dijeron entre sí: “Esta luz proviene de un gran resplandor”. Entonces el profeta Isaías dijo: “Esta luz procede del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”». Los antiguos patriarcas comenzaron a regocijarse de inmediato con la liberación que se les avecinaba, mientras que Satán prevenía a sus huestes a fin de que se prepararan para «recibir» a Jesús.
Satán mandó reforzar las puertas del infierno, pero al conjuro de una voz celestial «se hicieron añicos las puertas de bronce, los cerrojos de hierro quedaron reducidos a pedazos, y todos los difuntos encadenados se vieron libres de sus ligaduras, nosotros entre ellos». Entonces «penetró dentro el rey de la gloria en figura humana, y todos los antros oscuros del infierno fueron iluminados. Enseguida se puso a gritar el Infierno mismo: “¡Hemos sido vencidos!”». Jesús tomó por la coronilla a Satanás y se lo entregó al mismo Infierno para que lo mantuviera a buen recaudo. Luego condujo a todos los patriarcas fuera del oscuro antro, comenzando por Adán y siguiendo por Henoc, Elías, Moisés, David, Jonás, Isaías y Jeremías, Juan Bautista…

La otra Iglesia:
Así pues, los evangelios apócrifos satisfacían el interés de los primeros cristianos por la vida de su Maestro, alimentando su curiosidad con todo tipo de anécdotas que los escuetos evangelios canónicos no proporcionaban. Pero esta diversidad de testimonios y relatos sobre la vida de Cristo reflejaba una realidad que ya debió de darse al poco de su muerte. Así lo manifiesta el propio Evangelio de Lucas, que comienza con las palabras dirigidas por su redactor a un personaje llamado Teófilo: «Ya que muchos han intentado escribir la narración de los sucesos que se han cumplido entre nosotros, [...] pareciome también a mí, después de haberme informado de todo exactamente desde su origen, escribírtelos por su orden, dignísimo Teófilo, a fin de que conozcas la verdad de lo que se te ha enseñado». El texto, compuesto hacia los años 95-100, nos indica que circulaban múltiples tradiciones sobre la vida de Jesús cuando habían transcurrido unos setenta años de su muerte en la cruz, ya que el autor aspiraba a ofrecer «la verdad» respecto a lo mucho que se decía sobre la cuestión.
En tal sentido, los apócrifos sirven para contrastar datos o dichos de Jesús que ofrecen los evangelios aceptados por la Iglesia. Así, pueden hacer surgir dudas sobre la corrección de algunos pasajes canónicos. Es sabida, por ejemplo, la divergencia en la tradición aceptada por la Iglesia sobre quién fue la primera persona a la que Jesús se apareció tras su muerte: según Pablo de Tarso, fue el apóstol Pedro; según los evangelios de Juan y Marcos, quien primero lo vio fue María Magdalena; según el evangelio de Lucas, fueron dos de los discípulos de Cristo, de camino al pueblo de Emaús; pero según el Evangelio de los hebreos, apócrifo, fue Santiago, hermano de Jesús. Y en alguna ocasión los apócrifos pueden transmitirnos una sentencia de Jesús que probablemente sea verdadera, como el dicho número 83 del Evangelio de Tomás: «El que está cerca de mí está cerca del fuego. Y quien está lejos de mí está lejos del Reino».
Por otra parte, estos textos también permiten dibujar una imagen de la Iglesia primitiva diferente a la que terminó imponiéndose. Así, tanto el Evangelio de María (redactado a mediados del siglo II, y que convierte a María Magdalena en la primera apóstol, enfrentada a Pedro, a la que Jesús encomienda difundir las enseñanzas secretas) como el Evangelio de Felipe (del siglo III) defienden la imagen de una comunidad de seguidores de Jesús en la que tenían mucha importancia las mujeres, que luego fueron perdiendo terreno por la evolución masculinista de la Iglesia.
Precisamente ahí reside la importancia de los apócrifos: en el hecho de que posibilitan nuevas aproximaciones a las dos fuentes de la fe católica: las Escrituras y la tradición. Sin duda, el acercamiento al Jesús histórico debe hacerse a través de los documentos más cercanos a él en el tiempo:  los evangelios canónicos. Pero sin olvidar los apócrifos, que desempeñan una función de contraste nada despreciable. 

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