jueves, 10 de mayo de 2012

La Alquimia y la Piedra Filosofal:



La tradición señala a Egipto como patria originaria de la alquimia. El filósofo egipcio Hermes Trimegisto fue considerado el padre de este saber y de él deriva el término “hermético”, asociado con la alquimia. De Egipto pasó a los romanos y a los árabes y, de allí, a través de España, a Europa. En el siglo XII se registró un gran entusiasmo por esta ciencia que, en principio, fue patrimonio casi exclusivo de los monjes. Otros orígenes posibles son Caldea, India o China. De esta última habría surgido hacia el año 140 el primer tratado alquímico. Roger Bacon, Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, Raimundo Lulio y Basilio Valentino fueron algunos de los alquimistas europeos más importantes de la época y dejaron un gran legado que fue capitalizado por la química actual.
La expresión alquimia proviene del término egipcio “keme” (tierra o suelo negro) que alude a las oscuras tierras de Egipto, donde los musulmanes aprendieron los secretos de esta misteriosa ciencia. En árabe “al-khimia” y en griego “kimia”, significa fundir o derretir. La alquimia es una química trascendente. La diferencia entre alquimia y química es la misma que existe entre la astrología y la astronomía, pues una toma en cuenta factores no mensurables como espíritu o la energía astral y la otra se atiene, específicamente, a los fenómenos materiales.
Paracelso (uno de los últimos alquimistas y uno de los primeros químicos) consideraba que existía un elemento común a los demás elementos, desconocido y verdadero. Según él, existía sólo una materia primaria real, cuya naturaleza era ignorada. Este principio elemental de las cosas era el disolvente universal que los alquimistas buscaban y que él denomino con el término “alkahest”.
Quien lograra esta quintaesencia estaría en posesión al mismo tiempo de la piedra filosofal, la panacea universal y el disolvente irresistible.
Los alquimistas decían que los metales ordinarios /como el plomo) contenían los mismos elementos que el oro, pero mezclados con impurezas y que, una vez eliminadas éstas, se obtendría la transformación deseada. Se descubrió que el azufre y el mercurio contenían las semillas de los demás metales. Luego, se añadió la idea del “alkahest” o disolvente universal, una sustancia capaz de convertir en oro todos los metales y panacea (del griego “pan”, todo y “akeo”, curar), capaz de curar todas las enfermedades. La alquimia centró, entonces, su interés en la búsqueda de la piedra filosofal, en el descubrimiento del elixir de la larga vida. Los alquimistas creían que el elixir (“al iksir”, nombre árabe de la piedra filosofal) era un líquido derivado de la piedra, una sustancia capaz de evitar la corrupción de la materia. El objetivo último de este procedimiento era elevar al propio alquimista a un estado superior de existencia, colocándolo en una situación privilegiada frente al universo.
La búsqueda de la piedra filosofal consistía en realizar mezclas de minerales sulfurados con algún metal como el mercurio o el plomo. La mezcla se colocaba en crisol de ágata y se sometía a una serie de calcinaciones, disoluciones y evaporaciones. Después de añadir una sustancia oxidante se repetía el proceso hasta que el material adquiría una consistencia extraña. De esta forma, y según algunos escritos alquímicos, podrían obtenerse elementos nuevos no conocidos por el hombre y cuya mezcla daría lugar a los metales corrientes, pero dotados de propiedades extraordinarias, semejantes a las que se observan cerca del cero absoluto. Combinando estas nuevas materias podía obtenerse la piedra filosofal. Gracias a ella, las transmutaciones alquímicas resultaban todo un éxito.
Se pensaba que la piedra filosofal era una panacea universal, ya que podía curar enfermedades, prolongar la vida y revitalizar el espíritu. Se decía que curaba todos los males conocidos, que eliminaba el veneno albergado en el corazón, que humedecía las arterias, que liberaba los bronquios y que sanaba las úlceras. En un día curaba milagrosamente los males que tardarían un mes en sanar y, en doce días, una enfermedad larga de un año o más. Si se tomaba en un líquido cuya composición sólo conocían los alquimistas, devolvía a los ancianos la juventud perdida.
Pero, ¿cómo era la piedra? Se presentaba en forma de cristales que brillaban en la oscuridad, de polvo de proyección susceptible de convertirse en una solución potable o en forma de gema roja y rutilante, de diáfana transparencia.
Los alquimistas perseguían algo mucho más profundo y sublime que la obtención de riquezas materiales o la satisfacción de hacer experimentos por el bien de la ciencia. Formaron un cuerpo de doctrinas esotéricas y crearon una fraternidad que proclamaba la superación del individuo a través de la elevación del espíritu.
Realizaban sus trabajos, la “Gran Obra”, en absoluto sigilo, para evitar que cualquier ignorante tuviera acceso a sus secretos y realizara experiencias que pudieran poner en peligro tanto a ellos mismos como a sus vecinos e, incluso, al mundo entero. Los secretos no debían ser divulgados nunca porque, como dijo Roger Bacon; “El pueblo no puede comprender nada de esto, lo utilizaría vulgarmente y le arrebataría todo su valor”. Si bien esto puede parecer incomprensible o pretencioso para la ciencia actual, que está abierta a todos, ellos decían: todo lo que puede volverse perjudicial para la sociedad no debe ser divulgado y solamente debe hablarse de ello en términos misteriosos”.
Jacques Sadoul (erudito del siglo XX) nos dice en El tesoro de los alquimistas: “La disolución de la piedra filosofal comienza por eliminar del cuerpo todos los microbios patógenos y toxinas. Súbitamente, el adepto pierde pelo, uñas y dientes, si bien estos elementos rebrotan poco después con nuevo vigor y salud. Todas la eliminaciones naturales se efectúan mediante la sudoración y los alimentos resultan superfluos muy pronto; aquí se demuestra cuán falsa es esa imagen del alquimista que se alimenta con lo justo para subsistir; por el contrario, una adepto superior come sólo por puro placer, ya que no está sujeto a las necesidades naturales de los demás seres humanos. Además, la piedra no ejerce sólo su influencia en el cuerpo, sino que duplica también las facultades espirituales e intelectuales y permite el acceso al Conocimiento. Una vez alcanzado este punto, todos los tratados enmudecen; más allá del hombre normal es imposible seguir la pista, en su muevo universo, a esos raros elegidos”.
Inventaron aparatos especiales para sus trabajos, como los hornos, las retortas, los alambiques y los atanores que, con ligeras modificaciones, se utilizan en la actualidad. Sin el apoyo de los alquimistas, nuestras ciencias físicas y químicas no serían lo que son. Los prejuicios que existen con respeto a la alquimia se deben al desconocimiento.
Extractado de Revista “Predicciones”.

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