Apenas a una veintena de kilómetros de Barcelona, agazapada entre montañas, Corbera de Llobregat conforma un área sorprendente por diferenciada con respecto al resto de la comarca del Baix Llobregat. Ocupada por lo menos desde inicios del neolítico, ofrece una apariencia de caldera, de fortaleza, por las montañas, quebradas y acantilados que la rodean y aislan. Desagua por dos valles: uno al norte, de curso torturado y difícil acceso que esconde más que conecta con el río Llobregat, y otro más hacia el sur donde se encuentra la pequeña población de La Palma, que constituye la entrada por excelencia a Corbera. De cauce más seguro, de acceso más cómodo, más cercana al mar y a Barcelona, esta entrada se angosta sin embargo hasta constituir una definida puerta que permite el paso –o podría impedirlo– al pueblo encaramado desde antiguo en la roca central, el car que le da nombre a través del animal que anida en ella: el cuervo (“corb” en catalán).
Martí Pié
En este valle de acceso, las “Penyes de Tabà” conforman una parte del exterior de la “muralla” o “frontera” perteneciente hoy, por avatares de época feudal, al término municipal de la vecina localidad de Cervelló. Y en estos riscos que conforman la puerta natural, el congosto de acceso, se aprecia una singular y desconcertante formación antropomorfa de colosal tamaño. Una cara de unos veinte metros de altura que provoca en el observador la duda acerca de si se trata de un capricho de la naturaleza o de una obra humana. Si nos atenemos a la primera posibilidad, más acomodada al afán de realismo al cual ceñirse ni que sea por un elemental sentido de la prudencia o del ridículo, podemos apelar al hecho de creer apreciar rasgos faciales en las formas geológicas; podemos pensar que la piedra se haya roto hasta ofrecer una caprichosa ilusión óptica.
Pero, ¿y si nos dejamos caer en la tentación de pensar que bien pudiera tratarse de una cara esculpida? Consideremos los factores que nos inducirían a tal posibilidad: ante todo llama la atención la gran nitidez con la que se advierte la figura, el hecho de que se aprecie perfectamente desde cualquier punto de vista: desde abajo, desde lo alto del acantilado a su izquierda, desde el de su derecha, desde la izquierda, desde el lado mismo de la propia cara... No sólo “se ve”, sino que “está”. Cuando el sol de la mañana ilumina la efigie, le da otro aire al resaltarle anfractuosidades que de otra manera no se apreciarían; a partir del mediodía en invierno y de la tarde en verano la imagen se ve ensombrecida por los acantilados vecinos y luego por el suyo propio, siempre sin perjuicio de una correcta observación.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario