viernes, 6 de febrero de 2015

Tacuabé


En las puntas del Queguay, la caballería del General Rivera ha culminado, con buena puntería, la obra civilizadora. Ya no queda ni un indio vivo en el Uruguay.
El gobierno dona los cuatro últimos charrúas a la Academia de Ciencias Naturales de París. Los despacha en la bodega de un barco, en calidad de equipaje, entre los demás bultos y valijas.
El público francés paga entrada para ver a los salvajes, raras muestras de una raza extinguida. Los científicos anotan gestos, costumbres y medidas antropométricas; de la forma de los cráneos deducen la escasa inteligencia y el carácter violento.
Antes de un par de meses, los indios se dejan morir. Los académicos se disputan los cadáveres. Solamente sobrevive el guerrero Tacuabé, que huye con su hija recién nacida, llega quién sabe cómo hasta la ciudad de Lyon y allí se desvanece.
Tacuabé era el que hacía música. La hacía en el museo, cuando se iba el público. Frotaba el arco con una varita mojada en saliva y arrancaba dulces vibraciones a la cuerda de crines.
Los franceses que lo espiaron desde atrás de las cortinas cuentan que creaba sonidos muy suaves, apagados, casi inaudibles, como si estuviera conversando en secreto.

Eduardo Galeano de “Las caras y las máscaras”.

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