sábado, 24 de diciembre de 2022

La humanidad de Jesús y la divinidad del hombre

 


 

Desde los albores de la humanidad, hasta nuestros días, no ha existido acontecimiento o personaje, pertenezca a la leyenda o a la historia de Occidente, sobre el que se haya escrito o hablado tanto como sobre Jesús de Nazareth. Su vida y su enseñanza han catalizado energías formidables y han sido lugar de proyección de la esperanza y de los más profundos deseos y anhelos humanos, incluso más allá de las fronteras del cristianismo. Precisamente, este aluvión de información, en ocasiones contradictoria, es el que ha contribuido a arropar al personaje, al hombre, al Jesús-Cristo, al Sidharta-Buda, de multitud de identidades entre las que nuestra razón navega desorientada y confusa sin encontrar respuesta alguna.

 

A menudo, intentando asirnos a las muletas de una supuesta realidad, creemos útil recurrir al lenguaje escrito de los textos para obtener ideas y consejos acerca de procesos cuya única llave entronca con la experiencia, con el lenguaje universal de los símbolos que resuenan en nuestro interior. Tropezamos una y otra vez en la piedra de nuestra envanecida racionalidad pensando que se trata de la piedra filosofal, de la panacea de la que han de surgir todas las respuestas. De esta manera, delegamos nuestra experiencia personal e intransferible deambulando en el laberinto de la confusión de lenguas –la mítica torre de Babel-, producida cuando la ignorancia de los hombres codifica ese lenguaje interno y universal.

En este proceso de resistencia a bucear en el mundo, a bucear en nuestro interior, nos desgajamos de la Unidad, caemos y, perdida la confianza en nuestro potencial intuitivo, recurrimos a la autoridad externa que pueda resolver nuestras lacerantes dudas, las mismas que nos sumen en un continuo estado de desorientación, de lucha dialéctica y de supuesta resolución desde el intelecto no exenta de egocentrismo. Ninguno de nosotros puede obviar este encuentro cara a cara con la tentación, este doloroso periplo por el estrecho túnel de la muerte hasta el florecimiento y la Resurrección del Cristo en nuestro Corazón.

A la luz de este prisma de confusión, y a través de sus infinitas facetas, la figura de Jesús ha sido interpretada y reinterpretada hasta la saciedad, y, sobre todo, ha tratado de ser monopolizada por las jerarquías de las religiones cristianas en las que se ha depositado la responsabilidad de dar explicaciones acerca de un entuerto que ellas mismas han propiciado, de tal suerte que las enseñanzas de Jesús se han visto desvirtuadas una y otra vez, y su figura mitificada y desmitificada dependiendo de las manos en las que cayese o de los miedos humanos que reflejase.

Por otro lado, en la misma lucha de opuestos y en encarnizada oposición al mensaje difundido por estas alienantes organizaciones, algunos grupos de personas han tratado de despojar a aquel hombre de todo bagaje divino entendiendo que el terreno de lo humano y lo divino nada tenían en común. Una vez más las etiquetas, los conceptos estáticos en oposición pretenden encasillar en sus estrechos límites una realidad universal, cambiante y eterna de la que somos parte integrante.

Resulta paradójico que opiniones tan aparentemente opuestas como las defendidas por las religiones cristianas según las cuales Jesús, en su calidad de Hijo de Dios, esté exento de cualquier tipo de debilidad humana; y otras, encarnizadamente racionales, según las cuales el Jesús hombre, permanezca ajeno a cualquier tipo de condición divina, compartan, sin embargo, la polarización de los extremos, las dos caras de una misma moneda cuyo elemento de Síntesis y de Unión es, precisamente, la figura de Jesús.

No deja de ser paradójico que esa esclerótica postura racional sea –a pesar de que difícilmente esto sea admitido y reconocido por los que la practican- el resultado, el hijo pródigo de aquella estructura patriarcal que dio lugar a las religiones cristianas. Difícilmente el hijo rebelde se reconocerá en el padre y, sin embargo, su postura sólo adquiere identidad en oposición a él y no en sí misma al trascender la lucha. Al fin y al cabo, la heterodoxia halla su sentido en oposición a la ortodoxia, y lo que en el pasado fue heteredoxo en el presente es una nueva ortodoxia a superar.

La conciencia de haber formado parte de una ortodoxia trascendida no ha de avergonzarnos, sino que, por el contrario, ha de convencernos de nuestra vital importancia como eslabones de una cadena eterna de la que todos, absolutamente todos formamos parte. Nuestro proceso de evolución individual no puede separarse del proceso de evolución del mundo, así que quizá debamos dejar de ser el niño obediente que acata sin rechistar las órdenes del padre o el adolescente que se rebela indiscriminadamente al tomar conciencia de la represión a la que ha sido sometido y tener la valentía, en un tercer momento de Síntesis, de Renacimiento, de Resurrección, de reconciliarnos con nuestro bagaje personal y cultural para, al trascenderlo, forjar nuestro propio camino.

Quizá, el vínculo que fusiona estas dos posturas aparentemente antagónicas (la postura paternalista opresiva y la postura racionalista subversiva) sea, precisamente, la carencia del elemento intuitivo, la represión del hemisferio cerebral derecho que entronca con el pensamiento holístico y simbólico, con la sabiduría universal reflejada en el Corazón humano. Quizá, nuestra confusión venga del dominio de un polo sobre otro, de la separación del cuerpo y de la mente, de lo humano y lo divino, de lo masculino y de lo femenino, de lo racional y lo intuitivo. Quizá debamos reivindicar la humanidad de Jesús y nuestra divinidad como seres humanos para darnos cuenta de que no hay contrarios, sino imágenes simétricas reflejadas en el mismo espejo, que no hay modelos que imitar sino procesos que experimentar.

Si observamos atenta y desprejuiciadamente nuestro interior, el proceso que tiene lugar en nuestro Corazón, no podremos negar la realidad del paralelismo existente entre los procesos individuales y colectivos, si seguimos observando, desidentificándonos de dichos procesos, nos daremos cuenta de que aquel supuesto paralelismo no existe, pues su condición gemela se debe a su superposición, a su Unidad, a la existencia de un Todo, de un Dios, de un Universo del que somos parte intrínseca.

Si observamos, pues, nuestro interior desde la franqueza y el Amor, comprenderemos que sólo integrando la Totalidad de nuestro Ser alcanzaremos el equilibrio y la fusión.

Si exploramos nuestro interior, reconoceremos nuestras voces ahogadas y reprimidas, si miramos a nuestro alrededor sentiremos alzarse las voces de los oprimidos: de las mujeres dilapidadas por sus pecados, de los que mueren de hambre, de los que aguardan para ser ejecutados en las prisiones de países que se autodenominan civilizados, de los que buscan refugio en las drogas como protección ante un mundo que les resulta hostil, de los que atesoran inútilmente riquezas materiales y las protegen con vallas electrificadas y con bombas, de las víctimas y de sus verdugos, pues todos formamos parte del proceso evolutivo, del mecanismo de ajuste divino. ¿Acaso podría haber existido la crucifixión sin un delator que la propiciase? ¿Acaso existe el renacer sin el morir?¿Acaso existe el crecimiento sin el sufrimiento o el pecado, sin Amor y redención?

Raquel Marcos y Jaime Riera

 


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