viernes, 18 de noviembre de 2022

Notre Dame, la catedral de los misterios

 

 

 



Lo que el lunes ardió en París no fue una catedral, fue un Universo entero. Así lo habría visto cualquier parisino del siglo XII que, aún limitado por su cultura, distinguiría en el enorme edificio levantado en la mayor de las islas del Sena un modelo a escala de la Creación.

En tiempos de los constructores de Notre Dame la catedral era entendida como el lugar en el que se podía sentir la presencia de Dios. Lo invisible se hacía presente en el mismo momento en el que la luz del Sol se filtraba por sus vitrales y adquiría una textura que casi podía tocarse. El eco de los rezos y los cantos -también invisibles al ojo humano-, alteraban el ritmo cardiaco de los fieles y los predisponían a la experiencia sagrada. Y, al fin, los aromas a inciensos importados de latitudes remotas completaban un bombardeo sensorial que los rendía y maravillaba por igual.

Tan magistral puesta en escena, de la que aún participan los miles de turistas que cada día visitan los templos góticos de Francia, todavía funciona. Y lo hace porque -aunque nos resistamos a admitirlo- nuestra generación no se diferencia demasiado de la de aquellos que, sin saber leer ni escribir, eran maestros en el arte de sentir.

Como aquellos, la mayoría de los que hoy se embriagan ante los impactos sensoriales de una catedral gótica, ignoran que su historia y su simbología están preñadas de misterios.

El primero, sin ir más lejos, tiene que ver con su construcción. Las cifras producen mareos. Entre 1140 y 1270 Europa vivió una burbuja inmobiliaria sacra sin precedentes desde los tiempos del megalitismo. Solo en Francia, y a partir del siglo anterior, se inició la construcción de 1.108 abadías que serían el prólogo al fervor arquitectónico de las catedrales. Y en poco más de trescientos años se levantarían en Europa los templos más importantes de ese nuevo estilo. Las fuentes de su financiación y, sobre todo, el origen de los arquitectos que pergeñaron y desarrollaron ese arte se ha convertido en un desafío para los estudiosos. Sus constructores rara vez nos dejaron planos para la posteridad, y aun menos sus nombres. De Notre Dame de París apenas sabemos que su impulsor fue el obispo Maurice de Sully, y que el papa Alejandro III estuvo en la ceremonia de colocación de su primera piedra en 1163. Louis Charpentier -uno de los exégetas más conocidos de estos misterios- sugirió en 1969 que la clave de esa explosión creativa pudo estar en las Cruzadas. Fue en ese tiempo cuando Europa estrechó sus vínculos con Oriente, importando con la fuerza de las armas a sabios y artesanos capaces de manejarse con el arco ojival y las matemáticas más avanzadas. Charpentier, claro, terminó tirando de un hilo que le hizo sospechar de los primeros templarios que en 1118 se instalaron en las ruinas del Templo de Salomón, tomando de él sus secretos.

Aunque interesante, la idea de Charpentier tiene más valor simbólico que histórico. Ante la ausencia de evidencias de la implicación templaria en la implantación del arte gótico, llueven los indicios. Que si Bernardo de Claraval, patrón de la orden, fue quien impulsó el primer gran templo de ese estilo sobre la gran colina de Vézelay; que si Salomón no falta nunca en la imaginería de cualquier catedral, incluyendo la de Notre Dame, como un guiño a sus posesiones en Tierra Santa; o que solo los privilegios económicos del Temple, concedidos en 1163 por la bula Omne Datum Optimum, les eximió de pagar ningún impuesto y, por tanto, les dio capacidad de financiar aquella macro operación inmobiliaria.

Más allá de estas especulaciones, lo único cierto es que, en efecto, aquel arte nuevo -aquel art goth o argot- venía preñado de una simbología pagana y oriental desconcertante. Medievalistas como Émile Mâte y escritores tan versados en Egipto como Christian Jacq, han sostenido durante años que ese gótico debía mucho a Mesopotamia y al país del Nilo. De ambas culturas, por ejemplo, tomó la idea de colocar gárgolas y criaturas feroces para ahuyentar de suelo sagrado a cualquier amenaza para el fiel. Las historias del Paraíso, del Diluvio, los unicornios o las aves que parecen hablar tienen su origen claro en la iconografía de Oriente Medio. Aunque lo curioso es que esas similitudes aumentan cuanto más se abunda en los detalles. El pórtico central de la fachada principal de Notre Dame de París es una buena prueba de ello: sobre el dintel de la Puerta del Juicio -salvado de las llamas, mas no del humo- puede verse a un ángel pesando en una balanza las almas de los fieles. Los platillos del peso están desequilibrados, lo que indica la presencia del pecado, condenando a los que han ofendido a Dios a ser devorados por un monstruo terrorífico. La escena es virtualmente idéntica a un capítulo clave del Libro de los Muertos egipcio, común en el país en las pirámides hacia el año 1500 a.C. En él se pintaba a Anubis sosteniendo una báscula en la que calibraba el alma del faraón en busca de pecados mientras un monstruo con cabeza de cocodrilo y cuerpo de león -Ammit- aguardaba la operación para devorarlo o dejarlo pasar.

Jacq cree que ese "plagio" demuestra cuán influyentes fueron las ideas egipcias en los constructores de Notre Dame de París y de sus otras "hermanas" consagradas a la Ascensión de la Virgen. Una iconografía, por cierto, también reiterativa en todas ellas, y que apunta al propósito final de sus diseñadores: apuntalar la creencia de que las catedrales eran lugares donde el fiel podía llegar a ascender a los cielos. Estamos, pues, ante una auténtica escalera al cielo.

La conexión astronómica de Notre Dame y sus "hermanas" es uno de los aspectos simbólicos que más me han obsesionado de las Notre Dame. Louis Charpentier fue el primero en apuntar que si se punteaban sobre un mapa de Francia las catedrales góticas "de la buena época" -siglo XII-, inmediatamente surgía un diseño geométrico que recordaba a la constelación de Virgo, la de la Virgen. Ese hallazgo inspiró mi novela Las puertas templarias, pero sobre todo me abocó a recorrerlas en busca de más claves astronómicas. Y las hay por doquier. Por ejemplo, no existe catedral sin su representación completa del zodiaco. Su presencia demuestra mi planteamiento de partida en estas líneas: que esos templos eran modelos a escala del Universo. En el caso de Notre Dame éste se encuentra también en la Puerta del Juicio, en el zócalo, junto a las representaciones de los vicios y las virtudes en las que no poco autores han querido ver un "libro secreto" de Alquimia.

El fuego del lunes ha respetado, por fortuna, esas "páginas". Una de las más notables es un medallón que muestra a una mujer cuya cabeza toca las nubes y que sostiene en su mano derecha un libro abierto y otro cerrado. Para Fulcanelli, autor en los años 30 del siglo pasado del bestseller El misterio de las catedrales, se trata de una representación de la Alquimia, la "Gran Obra". El libro abierto representaría el saber público, el cerrado el esotérico, y su cabeza la conexión con lo divino. La misión última del lugar.

Quién sabe. Los alquimistas perseguían la transmutación del plomo en oro, algo que se parece mucho al "arte" de convertir a la fe a los duros de corazón. Y creían también en los fénix, esas aves capaces e resurgir de sus cenizas. Algo que, sin duda, hará Notre Dame de París tras este lunes negro, recuperando tarde o temprano todos sus secretos.

Javier Sierra

EL MUNDO:es

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