Hace cuarenta milenios comenzó la gran aventura del continente americano. En aquella época aún no había fronteras en la Tierra; los seres humanos llevaban una existencia nómada, en estrecho contacto con la Naturaleza.
Poco a poco, grupos de cazadores que se desplazaban por el norte de Asia detrás de los rebaños de animales, descubrieron América.
A pesar de su modo rudimentario de existencia, aquellos hombres tenían una elaborada concepción del mundo, a la que hoy damos el nombre de “chamanismo”. La sociedad chamánica estaba basada en valores como la armonía con la Naturaleza, el respeto a los poderes generativos y la exploración de la conciencia a través de ejercicios y sustancias que la modifican.
Hace ocho milenios, los seres humanos se hicieron sedentarios y los valores de los chamanes perdieron vigencia. El vínculo con los poderes naturales se transformó en la adoración de unos dioses hechos a imagen y semejanza del hombre; la condición sagrada de la madre se trocó en el culto a un dios “padre” que prefiere a sus hijos varones y los ejercicios de poder fueron sustituidos por rituales simbólicos, conducidos por una casta de sacerdotes asalariados.
Ese fenómeno ocurrió principalmente en Eurasia. Por una combinación de factores, tanto fortuitos como intencionales, fue más atenuado en América. Los primeros estados imperiales indígenas se formaron hace dos milenios, con la llegada de los tihuanacos al Tawantinsuyu (la zona andina) y los teotihuacanos a Anawak. Pero, aún así, los chamanes se las ingeniaron para convivir con los sacerdotes, respetando sus áreas de influencia, e incluso se fusionaron para producir un fenómeno social de nuevo tipo.
Los pueblos de alta cultura de América merecen un estudio especial, porque lograron materializar el ideal de una sociedad civilizada, pero en contacto con la tierra; donde la diversidad de opinión no condujo a las guerras de fe; donde, a pesar de ciertas carencias materiales, el espíritu se expresó en una rica creatividad; donde se diseñaron instituciones para inhibir la idolatría y para potenciar los aspectos sutiles de la percepción.
Contrario a lo que mucha gente cree, aquellos pueblos no eran primitivos adoradores de la lluvia y los elementos. Como afirma un autor, "…tenían un conocimiento metafísico de lo existente. Hablaban lenguas copiosas, con las que podían expresar conceptos de máxima abstracción, suficientes para contener la finura y la solidez del lenguaje científico, la filosofía y las manifestaciones poéticas. (Tenían) un concepto del mundo que explica sus cualidades de grandes matemáticos, astrónomos, ingenieros, arquitectos y escultores." (Bonifaz Nuño, México profundo)
El conjunto de logros artísticos, científicos y sociales acumulado por los pueblos de Anawak fue llamado Toltekayotl, toltequidad, un término nawatl formado de la raíz Tol, tallo, que con el tiempo llegó a significar cultura. El primer diccionario nawatl, redactado a mediados del siglo XVI por el padre Molina, traduce Toltekayotl como “arte para vivir”.
La Toltequidad es el legado característico de México al mundo. "Si (las culturas euroasiáticas) tuvieron el Tao, el hinduismo y el budismo, nosotros tenemos la Toltecayotl. Si otras civilizaciones tuvieron a Zoroastro, Hermes, Buda, nosotros tenemos a Quetzalcoatl y el maíz... Más que una cultura o etnia, 'tolteca' fue un grado de conocimiento de los hombres sabios del México antiguo, y Teotihuacan fue el centro generador e irradiador de la Toltecayotl en todo el Anahuac." (Guillermo Marín, Historia verdadera del México profundo)
A partir de una interpretación difundida en un congreso científico en 1941 (Wigberto Jiménez Moreno, “Tula y los Toltecas según las Fuentes Históricas”, Sociedad Mexicana de Antropología, 1941), el término “tolteca” se ha venido asociando exclusivamente con los moradores de la ciudad de Tula, en el estado de Hidalgo. Sin embargo, Tula, o más bien Tollan, es un título nawatl que significa capital; fue compartido por ciudades como Teotihuacan, Cholula, Tenochtitlan, etcétera. La Tula de Hidalgo se llamaba antaño Xicocotitla y, si bien llegó a ser una de las capitales de Anawak, no fue la única ni la más espléndida.
Como podemos comprobar en la siguiente definición de un códice mexica, en el México antiguo, todo el que aceptaba los principios de la Toltequidad era considerado un tolteca: "El tolteca es sabio, es una lumbre, una antorcha, una gruesa antorcha que no ahuma. Hace sabios los rostros ajenos, les hace tomar un corazón. No pasa por encima de las cosas: se detiene, reflexiona, observa… De este modo os convertiréis en toltecas: si adquirís hábito y costumbre de consultarlo todo con vuestro corazón." (Códice Matritense)
Haciendo justicia al concepto original, en este libro emplearé el término “tolteca” para referirme a todos los moradores de Anawak, desde los olmecas en el segundo milenio antes de Cristo, hasta los mexicas que cerraron aquella historia; y desde los pipiles en Nicaragua hasta los tarahumaras en la frontera norte.
El enfoque tolteca se componía de fórmulas ideológicas que propiciaron el desarrollo sano de la sociedad. Se basaba en tres pilares semejantes a los que rigen en otras propuestas religiosas de la tierra, que eran:
Primero: un arquetipo mesiánico al que llamaban Quetsalkoatl, serpiente emplumada.Segundo: una regla de vida contenida en un libro sagrado, hoy perdido, llamado Teomoshtli, libro divino.
Tercero: una iniciación espiritual cuyo depositario recibía el título de Masewalli o macehual, merecido por el autosacrificio.
El fundamento de la Toltequidad era Ketsalkoatl, la serpiente emplumada. Quetsalkoatl no era un dios tribal, sino el Ser Supremo, el mismo que, en otras tradiciones de la Tierra, recibe los nombres de Yahvé, Allah, Brama, Tao, etcétera. Representaba la totalidad, pues la serpiente aludía al lado material del Universo y las plumas a la energía. Pero también era una propuesta de acción, ya que la metáfora de la serpiente que emprende el vuelo encerraba el concepto de la trascendencia. Más que un dios, en el sentido cristiano del término, Ketsalkoatl era la imagen de nuestro potencial de desarrollo como seres humanos.
Los toltecas creían que Quetsalkoatl creó al mundo a través de ciclos de desarrollo gradual, imprimiendo su intento evolutivo a la materia inanimada, las plantas, los animales, diversas humanidades embrionarias y, finalmente, al ser humano cultural. Una vez surgida la cultura, la Deidad encarnó en un cuerpo físico, dando origen a un linaje de voceros o mensajeros que mantuvieron encendida la llama de la civilización.
Los antropólogos e historiadores califican este tipo de creencias como “mesianismo”. La concepción mesiánica del mundo parte de la idea de que existen dos realidades, la humana y la divina, las cuales pueden cohabitar en un hombre o mujer, que se transforma de ese modo en el mediador de su comunidad. Cuando tales creencias incluyen la profecía del retorno del mediador, el fenómeno mesiánico se denomina “milenarismo”.
Las creencias mesiánico-milenaristas de los antiguos mexicanos no se han estudiado como merecen. Los primeros misioneros españoles procuraron acentuarlas, en un intento por favorecer la conversión de los indígenas al cristianismo. A fin de hacer más sugerente el parecido entre las vidas de Jesús y Quetsalkoatl, incluso inventaron leyendas, como que Ketsalkoatl era un hombre blanco de ojos claros y rubios cabellos, vestido a la usanza europea, que auguró la llegada de un pueblo conquistador. Cuando analizamos tales afirmaciones a partir de las fuentes que se conservan, encontramos que no tienen fundamento histórico.
En la actualidad, las especulaciones de los cronistas españoles han sido desarrolladas por la iglesia mormona, la cual afirma que Jesús resucitó y vino a México, dando origen al mito de la Serpiente Emplumada. En consecuencia, los mormones interpretan la historia de Anawak como un eco de temas bíblicos (lo paradójico de tal creencia es que, si bien Jesús no es Quetsalkoatl, Cristo si lo es, ya que, etimológica y simbólicamente, Cristo significa lo mismo que Quetsalkoatl: señor de Venus).
En el extremo opuesto de esta tendencia interpretativa están los investigadores modernos, quienes, en su mayoría, se resisten a estudiar las creencias toltecas en el contexto de las religiones comparadas. En ello se percibe la resistencia de la cultura occidental, que no quiere arriesgarse a una comparación que podría fracturar algunos de sus soportes ideológicos.
Salgamos de ambos extremos. Enfoquemos la Toltequidad como un objeto específico de estudio, pero sin desvincularlo de su contexto universal. Para ubicar el mito de la Serpiente Emplumada, hay que tomar en cuenta que la creencia en un mediador divino no es exclusiva de los cristianos, sino patrimonio común de todos los pueblos de la Tierra. En consecuencia, es natural encontrarla en Mesoamérica, y es legítimo analizarla desde una óptica mesiánico-milenarista.
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