sábado, 20 de diciembre de 2014

MISTERIOS VATICANOS (2º y última parte)


En la búsqueda se halla el tesoro Sus archivos fueron un lugar rigurosamente prohibido durante mucho tiempo. Muy pocos han publicado libros desvelando en parte lo que pudieron ver, como el caso de la historiadora María Luisa Ambrosini. Fruto de dos años de trabajo fue su libro Los Archivos Secretos del Vaticano –del que fue coautora Mary Willis–, que en España se publicó en 1973 por la editorial Iberia. Aclara que estos archivos no son simplemente un almacén de crónicas del pasado sino un órgano activo de la Iglesia que trata todo lo que concierne a la humanidad, tanto si es arte, ciencia, teología o política. Además de los principales grupos –los fondi– que son los pilares de los archivos, existen miles y miles de pequeños documentos que dicen más sobre la vida de los hombres en el pasado que lo expuesto en la documentación oficial. Pero buscar el dato preciso no es tarea fácil. “Suponga, por ejemplo –nos dice Ambrosini– que usted está buscando información sobre la causa de los templarios. Algunos documentos pueden encontrarse en los registros de Clemente V, otros en los pocos informes dispersos del Concilio de Viena, algunos en la Miscelánea, algunos en los archivos del Castel Sant’Angelo…”. Un dato revelador nos lo proporciona la misma María Luisa Ambrosini cuando escribe: “Saliendo de la Sala del Meridiano, en la Torre de los Vientos, vi una habitación pequeña, cuadrada, donde en una sola estantería había nueve mil paquetes de documentos inexplorados. Los paquetes no eran grandes –aproximadamente del tamaño de una revista pequeña–. Se me dijo que para inventariar –no estudiar, sino simplemente inventariar en orden cronológico– un paquete, dos expertos necesitarían una semana de trabajo constante. Para hacer los nueve mil paquetes de esta estantería, necesitarían ciento ochenta años”. Vamos, que a ese ritmo ni nuestros nietos podrán ver su contenido… Para que se hagan una idea, una persona puede catalogar bien unos diez códices al año y eso implica leerlos, verificarlos y sistematizar su contenido. Y hay unos 15.000 códices… Otra pregunta lógica sería la siguiente: ¿todo lo que se investiga se publica? Cuando el historiador Pastor, autor de Historia de la Iglesia, descubrió un grupo de cartas personales del papa Alejandro Borgia, incluyendo cartas de las mujeres que le rodeaban –sus hijas Lucrecia, Julia Farnesio y su amante favorita Vanozza Catanei–, hubo un monseñor del Vaticano que le ayudó a traducirlas. En una de las cartas, Julia Farnesio escribe de esta manera al Papa: “Beso los deseados pies, porque donde está mi tesoro está también mi corazón”, y Alejandro la solía llamar “Julia ingrata y pérfida”. El Vaticano permitió su publicación y que se imprimiera la firma del papa Borgia en facsímil. Vistas así las cosas, si la Santa Sede ha dejado que se publiquen estas páginas oscuras de la historia de la Iglesia ¿por qué se llaman “secretos” los archivos? Ya se lo pueden imaginar… Ni ellos mismos saben lo que tienen. Oficialmente, los archivos fueron abiertos al público en 1881 por el papa León XIII para convertirse “en uno de los centros de investigaciones históricas más importantes del mundo”, bajo esta consigna: “La Iglesia no necesita sino la verdad”. Una verdad a medias, porque se ha ido desclasificando en pequeñas dosis. No todos los cardenales y obispos están de acuerdo en dar a conocer la verdad sobre su pasado escabroso. Pongamos el ejemplo del historiador Mazzuchelli, que trabajó en los archivos del arzobispado de Milán con un permiso especial del cardenal Montini –más tarde Pablo VI–, y encontró en un arca las actas originales del juicio de la monja de Monza. Cuando los publicó, dando los más íntimos detalles de la vida de las monjas del convento de Monza, fue como una bomba y Mazzuchelli fue atacado con saña por la prensa más conservadora por dar a conocer aquellos datos. La regla de los cien años Pero el nombre de Archivos Secretos no es sólo un eco del pasado, aún contiene fuertes elementos de secreto bajo la “regla de los cien años”, que hace inaccesibles la mayoría de los documentos del siglo XX. Este largo límite temporal no lo tienen los Archivos Estatales de Roma, que están cerrados a los últimos 30 o 50 años. Sorprendentemente, el 15 de febrero de 2003 el Vaticano abrió parcialmente sus archivos secretos de la época previa a la Segunda Guerra Mundial. Eran 640 documentos disponibles para aquellos investigadores que elevasen una petición oficial, y que cubren el período 1922-1939. Se trata de una excepción que vulnera la regla de los cien años, con la idea de limpiar el nombre del Papa Pío XII, acusado por organizaciones judías de haber hecho muy poco para denunciar el Holocausto. Durante los años previos a la guerra, quien luego sería Pío XII era nuncio vaticano ante Berlín y su actuación no fue muy clara ni contundente contra los abusos del nazismo. La Santa Sede explica que su silencio se debió al temor de poner aún más en peligro la vida tanto de católicos como de judíos. El Vaticano aclara que muchos de los legajos del período 1931-1934 fueron “prácticamente destruidos o dispersados” durante los bombardeos aliados contra Berlín y por un trágico incendio. Entretanto, los documentos que abarcan el período 1939-1949 y que tratan sobre los prisioneros de guerra, saldrán del archivo en una segunda instancia. Revelaciones sorprendentes Acceder a los archivos siempre ha sido un privilegio. Cuando Ambrosini investigó y consultó los del Vaticano fue considerado un favor hacia ella, no un derecho. Un favor que dio sus resultados. Entre otras cosas, descubrió una referencia al “pleito de los Pinzón” contra la familia de Colón en 1515. En el curso de la investigación, el hijo de Martín Alonso Pinzón –capitán de La Pinta– juró que en una visita que su padre y él hicieron a Roma, su progenitor fue a ver a un amigo suyo, cosmógrafo de la Biblioteca Vaticana, y éste amigo le prestó un documento hebreo de la biblioteca papal, que decía que en tiempos de Salomón se suponía que la reina de Saba navegó del Mediterráneo al Atlántico y allí “noventa y cinco grados al oeste, por un paso fácil”, había encontrado una tierra llamada “Sypanso”, que Pinzón tomó por Japón, “fértil y abundante y cuya extensión sobrepasaba África y Europa”. Ambrosini reconoce que este documento tan importante, si existía, ha desaparecido. Y también descubrió los avvisi, una especie de gacetas de noticias curiosas que empezaron a aparecer en Italia a mediados del siglo XVI y que se refieren a las materias más dispares como el contenido del Índice de los Libros Prohibidos, la muerte de Ana Bolena o las huellas de pisadas de santo Tomás en la orilla de un río brasileño borradas a menudo por el agua, pero que siempre volvían a aparecer. También sobre prodigios celestiales como la aparición de tres soles en Milán en estos términos: “Hemos recibido noticias de Milán en las que se dice que en esta ciudad han aparecido tres soles prodigiosos, encadenados en tres círculos con miles de signos extraños”. Y casi siempre historias de interés humano y truculento. En uno de los avvisi, fechado en 1558, no sale demasiado bien parado el papa Paulo IV y nos da idea de sus caprichos tan poco divinos: “El lunes se celebró un consistorio. Su Santidad, para arreglar las habitaciones del Palacio a su propio gusto, ha decidido abrir la sala donde se aloja la Guardia Suiza, y también la de al lado, y hacer una puerta con una ventana en cada lado de la sala de Constantino. Las valiosas pinturas hechas por mano de Rafael y que representan a Constantino y Majencio, se perderán. En las habitaciones abiertas, el Papa planea hacer jardines colgantes. El cardenal Caraffa, hablando también en nombre de otros cardenales, trató de disuadir al Papa de su decisión, pero él se encolerizó terriblemente y gritaba que ellos, sus propios sobrinos, querían privarle de toda comodidad”. Sin comentarios. No es de extrañar, por tanto, que el anuncio de su muerte, al año siguiente, fuera recibido con algarabía en Roma. El escándalo de la Guardia SuizaPaulo IV hacía referencia a la Guardia suiza, un cuerpo militar encargado de la seguridad de la Ciudad del Vaticano fundada por el Papa Julio II en 1505, ante la necesidad de que existiera una guardia pretoriana dispuesta a proteger al Papa. En ese momento, fueron los mercenarios suizos los candidatos más propicios debido a la reputación que se habían ganado en las guerras de Borgoña. Desde entonces, este cuerpo ha variado enormemente en número y composición, e incluso se ha disuelto por completo en algunas ocasiones. Pero hacía siglos que no estaba en el punto de mira de la opinión pública hasta que en mayo de 1998 asesinaron al jefe de la Guardia suiza, Alois Estermann, de 44 años, y a su esposa venezolana Gladis, la noche del mismo día en que Estermann había sido ascendido. Acusaron del crimen al cabo Cedric Tornay, quien se había suicidado con la mismo arma de servicio con la que había matado al matrimonio. La Santa Sede archivó el caso con la certeza de que Estermann y su esposa habían sido víctimas de un ataque de locura del suboficial Tornay, resentido por sucesivas postergaciones de ascenso. La versión oficial sobre el asesinato del jefe de la Guardia suiza era perfecta… pero increíble. Quedaron cabos sueltos y muchos puntos oscuros. Tantos, que el escritor italiano Máximo Lacchei escribió un libro afirmando que el motivo del crimen fue que ambos hombres eran amantes, versión que no gustó mucho al Vaticano. La familia del soldado jamás creyó la versión oficial y siempre ha asegurado que fue asesinado. Sus intentos de presentar un recurso en el año 2002 chocaron con la negativa del Vaticano. Lo cierto es que un día antes del crimen, el cabo Cedric Tornay escribió una carta diciendo que quería “evitar otras injusticias”, según publicó el diario La Stampa. “Son ellos los que me obligaron a hacerlo”, señaló el cabo suizo en la carta de una sola página escrita en francés y dirigida a su madre, Muguette. Quiénes eran “ellos” supone un enigma más del Vaticano, y tal vez tengamos que esperar 100 años para averiguar toda la verdad y nada más que la verdad.

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