martes, 6 de noviembre de 2012

La última tentación del Hombre:


Un punto de partida aceptable: el hecho de que la experiencia de Dios pueda ser vivida por cada uno de un modo particular y único, aconsejable incluso, lleva al autor de este artículo a reflexionar sobre las trampas que el camino tiende, no sea que al final del recorrido nos veamos con que en lugar de habernos ido desnudando de nuestro ego y asumiendo la realidad esencial de nuestro ser -el Espíritu- acabemos engañosamente transfiriéndole a él nuestros propios límites egoicos. Porque entonces, no habremos encontrado a Dios, sino creado “falsos dioses”.

“Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Jeremías, 31-33.

Siglos antes del nacimiento de Jesús y en aquellas mismas tierras, hubo un colectivo de personas -los esenios- quienes, inspirados por estas palabras de Jeremías, dieron un nuevo sentido a la tradicional alianza del pueblo judío con Dios. Por vez primera la Divinidad era sentida como una realidad interna y no como algo separado de los hombres. De este modo, el antiguo y renovado pacto con Dios con el pueblo dio paso al compromiso personal de cada individuo con el Dios de su corazón, aquel que se expresa en el silencio y en la percepción sutil de la vida. Dios deja de hablar detrás de la nube para convertirse en leve intuición personal. Dios se acerca. Dios es atraído por el hombre y sembrado en su corazón, que es el centro de su ser. Y Dios y los hombres serán ya una misma y única cosa en la conciencia de éstos.

El paso de fuera a dentro es arriesgado

La experiencia, naturalmente, es histórica. Los esenios existieron y durante siglos condujeron sus vidas según esta firme creencia hasta que fueron masacrados por las legiones de Tito y Vespasiano allá por el año 69 de nuestra era y convertido en ruinas su monasterio, situado a orillas del Mar Muerto. Pero ese suceso también es alegórico y, detrás de la experiencia real acaecida hace más de dos mil años, se insinúa el proceso de transformación psíquica de la Humanidad. Todos estamos llamados a ser como el pueblo antiguo que sitúa a su Dios lejos de sí, haciéndose necesario un pacto externo que, a pesar de todo, mantenga el vínculo. Es el Dios de la nubes y los altares, poderoso y distante, mitad padre y mitad verdugo. Un Dios externo con el que se negocia la obtención de bienes a cambio de devoción o de otra cosa. Pero todos estamos llamados a vivir también la experiencia de su percepción interna, a sentirnos un día esenios, pueblo renovado y puro que transforma el mandato imperativo y amenazante en susurro tenue en el corazón. Todos estamos llamados a convertir el Dios alejado, en una realidad personal; el Dios que gobierna fuera de mí en una certeza de unidad conmigo: Dios es mi Dios, el Dios que yo siento y al que estoy eternamente unido. Esta es la nueva seguridad después de la cual también comprenderemos que es Dios “mío” es el mismo Dios de los demás y que todos juntos constituimos el Hijo.
No debe sorprendernos, pues, que existan interpretaciones personales de la Divinidad, en películas o en libros, fruto de la búsqueda de su autor y que ésta le conduzca a hallazgos puntuales distintos a los demás. El proceso de acercamiento a Dios a nuestra conciencia arranca del nivel psíquico de separación y concluye con la fusión en Él. Un largo y sinuoso camino salpicado de múltiples experiencias que, más allá de su aparente acierto o fracaso, nos conducen hasta el final. Es lícito, por lo tanto, hablar del Dios que uno siente y compartir las búsquedas y los hallazgos con los demás, pues ello nos aproxima a la idea de que todos estamos en ese proceso y que todos habremos de concluirlo un día. Pero, si detrás de ese dios que uno ve se encuentra el dios que uno mismo ha creado, si el dios que uno percibe es el dios hecho a su medida, el que por encarnarnos justifica todos los errores de su autor, entonces hemos caído en la peor de la trampas: la urdida por el ego, cuya pretensión más insolente es la de sustituir a Dios por falsos dioses. No es una exageración lo que digo, sino una verdad sin paliativos. Difícil de detectar -lo reconozco- sumidos como estamos en plena existencia ilusoria, egoica. Pero real.

Apelación al Ser esencial

Viene muy a cuento aquella frase acertadísima -ignoro el autor- que dice: “Dios creó al hombre y éste, agradecido, creó a Dios”. Naturalmente, los mecanismos del ego son, más aún que imperceptibles, engañosos, pues jamás actúan abiertamente, sino camuflados bajo la apariencia de lo esencial o sublime. Jamás el tentador se anuncia como tal, sino oculto bajo los más variados aspectos que sólo quien está al acecho puede descubrir.
Nuestra apetencia de Dios es definitiva, total, y, sin duda, el elemento más importante para la evolución. El motor de nuestro progreso y la certeza de la comunión con Él. Y esa apetencia, esa aspiración, es manipulada por el ego y conducida a la adoración de sí mismo a través de dioses cercanos, calco perfecto aunque disminuido, de nosotros mismos. Pero, ¿cómo no caer en esa tentación? ¿Cómo descubrir ese juego si el mismo que lo intenta está inmerso en él? ¿Cómo pretender que el ego descubra su estrategia sabiendo que ello supondría su fin? Jamás el ego bajará su guardia ni permitirá que la Luz se filtre a su través. Antes bien acrecentará su capacidad de engaño para cubrir de apariencia real a su falsedad. No es ese el camino. No es a través del ego como se deshace la ilusión. No es por medio de nuestra mente como podemos superarlo, esquivarlo o trascenderlo, sino apelando a nuestro Ser esencial, al Espíritu, que es lo único real y verdadero.
Sí, hay un Dios particular para cada uno, un Cristo sembrado en nuestro corazón y que descubrimos cada día. Un impulso cósmico que se renueva cada día, llenando todos los ámbitos de ternura. Dicen de Él que es innombrable, pero responde a todos los nombres; que no tiene atributos personales y, sin embargo, siente con cada uno de nosotros; que es indivisible, y a la vez está en todas las criaturas. Y siempre es Dios. Un Dios que no es de este mundo, que no reside en el mundo del yo ni más allá de éste, sino en el otro extremo, en los inefables ámbitos de la Luz donde reina el Espíritu, vinculo esencial que mantiene a la criatura unida al Padre y, por lo tanto, inspirador único de la Verdad. Ése es el camino. Ésa la puerta donde llamar. Extracto de Revista “Más Allá”, N° 46.

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