lunes, 10 de octubre de 2022

Amar al prójimo: La revolución pendiente

 

 

 



La génesis de todos los males de la sociedad, y lo que nos ha llevado a la crisis global actual, es nuestra evidente “incapacidad para las relaciones humanas”. Es decir, nuestra limitada capacidad para amar, la incapacidad para obedecer el mandamiento cristiano de “amor al prójimo como a uno mismo”, es lo que nos impide mantener relaciones verdaderamente fraternales y solidarias con los que nos rodean.


Nuestra cultura se enorgullece de ser científica, en nuestra civilización prevalece el pensamiento racional e intelectual, y con frecuencia se considera el conocimiento científico como el único aceptable. Esta preferencia ha conducido a un profundo desequilibrio cultural que se halla en la base misma de las actuales crisis económicas, ecológicas, sociales y personales, las cuales presentan la perspectiva propia del patriarcado -en la organización de la sociedad y de la mente humana- como único origen del capitalismo, la degradación de la mujer, el expolio de la tierra, la alienación, la incapacidad para la paz...

Pero la génesis de todos los males de la sociedad y lo que nos ha llevado a la crisis global actual es nuestra evidente “incapacidad para las relaciones humanas”. Es decir, nuestra limitada capacidad para amar, la incapacidad para obedecer el mandamiento cristiano de “amor al prójimo como a uno mismo”, es lo que nos impide mantener relaciones verdaderamente fraternales y solidarias con los que nos rodean, y de ahí toda una serie de problemas.

El economista E.F. Schumacher ya indicó “no existe un problema económico, lo que existe es un problema moral”. La falta de moralidad o, lo que es lo mismo, la falta de espiritualidad, reside en la incapacidad de amarnos a nosotros mismos, debido a la obsoleta escala de valores de la sociedad patriarcal en la que nos ha imbuido la civilización judeo-cristiana. Pues en la organización patriarcal de la mente impera un régimen de funcionamiento en el que el Padre-Dios social (presidido por la institución del Estado) dice cómo, cuándo y de qué manera tenemos que sentir, pensar y vivir. Y la estupidez o ignorancia humana lleva a considerarnos malos y culpables -bajo las amenazas de perder la salvación eterna-, además de temerosos e inseguros -bajo las posibles represalias de automarginación sicológica y social-, si desobedecemos los mandatos.

La causa profunda de este autoritarismo es, principalmente, el racionalismo. La cultura racionalista es elitista, porque en su afán de monopolizar el conocimiento humano ha creado unos vocabularios de conceptos -con sus correspondientes manejos técnicos- que son inaccesibles para muchísima gente. Sólo podrán usarlos y argumentar aquellos que previamente superen los procesos de aprendizaje y selección intelectual hasta convertirse en parte de las elites científicas y filosóficas, que dominan el pensamiento actual. Cualquier elite, sea del tipo que sea, perjudica seriamente la libertad e igualdad entre los humanos. Obviamente, el elitismo es inevitable en los momentos de cambio; todo paradigma, todo progreso, ha comenzado en la mente de unos pocos, pero luego el pensamiento a de pasar al dominio público o se convertirá en un instrumento de dominación... como así ha ocurrido en la civilización judeo-cristiana.

La revolución, en la que todos tendríamos que involucrarnos, como vía de salida del patriarcado, es asumir una actitud de “desobediencia civil” frente a los poderes fácticos religiosos, políticos y militares. Previamente a ello es necesario atravesar un proceso de liberación interior. Ser capaces de escuchar y obedecer a la Conciencia Universal -Crística, Búdica o como se la quiera llamar-, en el propio corazón es algo que requiere en el individuo un proceso psicológico y espiritual que puede llevar tiempo, ya que el humano ha sido siempre especialmente lento para aceptar ideas y experiencias ajenas en detrimento de la supremacía de las propias, pero, queramos o no, sólo a través del amor a sí mismo puede el individuo ser capaz de amar a los demás, y sólo a través de la restauración del vínculo amoroso original perdido en los juegos de la falsa individualidad egoica -desarrollada ésta por el pensamiento racional e intelectual- puede amarse a sí mismo.

Esta desobediencia civil tendría una notable influencia política y social al ser un reflejo consciente y consecuente de la autoliberación interna de los perniciosos condicionantes sicológicos con los que la actual cultura judeo-cristiana hipnotiza para que evitemos el sentido de la responsabilidad personal y deleguemos nuestros poderes a las múltiples autoridades externas al individuo, que continuamente lo representan en detrimento de la primacía de la creatividad personal sobre la tradición establecida y del énfasis en la expansión y trasmisión de la conciencia por encima y más allá de las ideologías y filosofías impuestas por las susodichas autoridades. Además, ¿a quién pertenece la autoridad, sea religiosa, política o intelectual? En cada casa existe algo que es superior a cualquier autoridad familiar o social: es la religión doméstica - ya desde los albores de la Humanidad el hogar fue el primer altar-, es, y parafraseando al humanista y vidente Cayetano Martí, “esa mezquita, pagoda o iglesia... verdadera que se encuentra en cada casa obrera con Alá, Buda o Cristo... en el corazón” ; esa divinidad interior es la autoridad indiscutible. Pero nuestra civilización, “apostasiando” de la naturaleza, ha hecho oídos sordos a esta autoridad y le llevará años comprender que religión no es lo que ocurre en los edificios construidos por los hombres, sino algo que ocurre en un espacio interior, profundo... llamémosle, por ejemplo, la autocapacidad de amar sin intereses y sin limitaciones.

El amor incondicional, y en la medida en que lo experimentemos por influencia del proceso de autoliberación egoica, es el único instrumento para desestratificar la conciencia individual hasta originar que sus elementos femeninos y masculinos se unificasen equilibrada y armoniosamente, dando paso a la creación de una nueva realidad, tanto en las formas sociales como personales, y así podremos llegar a observar un cambio del pensamiento racional al intuitivo o espiritual, del análisis a la síntesis, del reduccionismo al holismo, del pensamiento lineal al no lineal; lo que, por consecuencia, produciría en el sistema de valores el correspondiente cambio de la competición a la cooperación, de la cantidad a la calidad, de la expansión a la conservación, de la dominación y el control a la no violencia.

 Por Jaime Riera Pérez

 

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